Serie

La fe de un exorcista desaforado

En 30 monedas, Alex de la Iglesia desarrolla una trama casi terrorífica en un pueblito español, donde se libra una batalla infinita entre el bien y el mal.

El terror se moderniza, se adopta, se aggiorna. Las películas del género que alcanzan cierto prestigio y logran insertarse en los circuitos de los festivales y del cine indie exhiben un aire de familia: tienen una puesta en escena cuidada y obsesiva, un gusto por la ambigüedad, un abandono de la truculencia y un interés por temas de moda como la búsqueda de la identidad, las dificultades de la paternidad, el encuentro con otros, el machismo o el racismo. Existe, sin embargo, una línea alternativa que vuelve sobre el pasado del género y prefiere un reensamblado lúdico de las convenciones y los lugares comunes.

Es el caso de 30 monedas, la serie creada por Alex de la Iglesia para HBO Max. Escrita por el propio de la Iglesia y su colaborador eterno, Jorge Guerricaechevarría, la serie condensa y muestra, como un Aleph malvado y juguetón, los motivos del cine de terror, en especial de su tradición religiosa, que cruza los placeres del género con historias y mitos que encuentran al cristianismo y a la Iglesia librando una lucha sin cuartel contra el maligno.

Los habitantes del pequeño pueblo de Pedraza asisten a una cadena de acontecimientos que empieza cuando una vaca da a luz a un bebé humano. La situación es mantenida en secreto pero todo escala rápidamente: la criatura muta hasta transformarse en una araña gigante y Carmen, la mujer que adopta al bebé, se vuelve el vehículo de un poder infernal que busca a cualquier precio una moneda que habría recibido como pago Judas por entregar a Jesús.

Una veterinaria y el alcalde, los dos aficionados a lo oculto y a los misterios, inician una pesquisa que los conduce hasta el padre Vergara, un hombre taciturno y violento con un pasado carcelario (que lo emparenta con los investigadores amargados y curtidos del policial negro antes que con los curitas de los dramas sociales). El resto del pueblo observa perplejo e incrédulo los hechos que siguen y se multiplican: una chica desaparece en plena sesión de ouija y regresa transformada, una pareja compra el piso abandonado de arriba de su local y allí descubre un espejo que parece funcionar como un portal hacia otro lugar, un esposo desaparecido retorna milagrosamente, etc.

Cada capítulo prolonga la búsqueda de los protagonistas y suma a su vez un nuevo enigma. Los sucesos confirman las sospechas del principio: Pedraza es el escenario infausto de una lucha entre el bien y el mal que se remonta al tiempo de Jesús y de la traición de Judas, como lo anticipa la secuencia de títulos, que juega con las formas del tableaux vivant y mezcla la crucifixión con la brutalidad del gore.

Las fuerzas extrañas

De manera explícita o no, el terror cinematográfico estuvo ligado siempre a la religión, en especial al cristianismo. La presencia del mal en el mundo, o la aparición de monstruos terribles, supone de alguna forma la contracara de una divinidad que funciona como un refugio psíquico y espiritual.

Incluso si las incontables versiones y relecturas de Drácula no entran dentro de lo que hoy llamaríamos terror religioso, parece innegable que el acto de levantar un crucifijo para invocar el auxilio de una fuerza superior indica una conexión esencial entre terror y religión.

En 1973, El exorcista anunció la emergencia estruendosa de un nuevo mal: las películas de terror que giran alrededor de un enfrentamiento entre los poderes del cielo y las huestes del inframundo. Los monstruos y los espíritus se vuelven peones de una guerra abierta entre reinos sempiternos que se juegan el favor y las almas de los habitantes de este mundo.

Varías décadas después, 30 monedas se inscribe en esa senda, la misma que transitaron maestros como Friedkin, Polanski o John Carpenter. El propio De la Iglesia (imposible pasar por alto el juego de palabras) abonó ese suelo bastante ya en 1995 con El día de la bestia, donde logró una alquimia extraordinaria entre parodia y recreación del género y, curiosamente, la comedia negra amplifica las potencias del terror.

Mientras que El día de la bestia seguía las desventuras de un puñado de marginales que luchaban en la soledad de la ciudad contra la venida del Anticristo, en 30 monedas el director cambia el escenario por un pueblito olvidado de Segovia en el que la modernidad convive con tradiciones arcaicas y cuya población conforma un reflejo en miniatura de los defectos y los vicios de cualquier conglomerado humano. El director valida una vez más el título bien ganado de misántropo: como en el resto de sus películas, en 30 monedas no hay lugar para el retrato amable de los pobres ni la honestidad presunta de los humildes; ricos y desheredados de la tierra, todos son capaces de los mismos daños.

La escena rural y el formato televisivo le permiten a De la Iglesia expandir horizontalmente sus intereses terroríficos: hay, entonces, más personajes, más intrigas y más peligros. Incluso el mal tiene otra escala y ahora cuenta, además de con los monstruos y las posesiones y los hechizos de ocasión, con una conspiración llevada adelante por una secta que se presenta como un reverso exacto de la Iglesia católica que rinde culto a la figura de Judas y a toda acción u objeto que haya lastimado de alguna forma a Jesús. Esta premisa encantadora hace que la serie funcione a su vez como un reverso gozoso del cine de terror aggiornado, donde el disfrute de la hecatombe y el mal liberado debe ceder su lugar a los guiños al presente y al compromiso con causas de actualidad. Como un exorcista desaforado, de la Iglesia llama a recuperar los placeres elementales del género.

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